En este segundo texto de la Serie Ensayos de Publicaciones Unidad Básica, nos proponemos desplegar algunas elucubraciones sobre un síntoma presente en las prácticas artísticas, tanto las localizadas en Córdoba como más allá de esta parroquia. Se trata de pensar sobre la documentación en el arte contemporáneo, sobre su temporalidad y contexto. Arte de archivos personales, familiares, históricos e institucionales; documentos en tetris que forman o deforman una hipótesis; revisionismo crítico institucional, son solo algunas de las señeras formas que adopta la investigación y la práctica en el vasto territorio que se abre entre la documentación y el arte. Nuestra lectura se alimenta del deseo de hacer de los archivos fuentes vivas y estrafalarias del tiempo; ahuyentar las polillas que proliferan a su alrededor e imaginar una contienda en la cual podamos expropiar los documentos de la violencia que esconden las verdades construidas a sus pies. –¿Grandilocuentes? –Obvio.
El texto de nuestro invitado tiene una suerte de raspadita mágica. Si lo frotás, algo nuevo aparece. A diferencia de buscar lo que se ha perdido en un cajón, se trata de desarmar lo acopiado y trazar con ello un tejo en el piso. Nicolás Balangero ofrece un texto cuya potencia radica en hacer oídos sordos, a partir de un pensamiento en imágenes, de aquel odioso modo de abordar los archivos como si estos fueran compendios (contenedores de todo, que lo aplanan todo). ¿Pueden los documentos hoy, estando como están en todas las marquesinas, devenir algo más –o mejor: algo menos– que un dispositivo de administración de la memoria?
Si archivo y documento ostentan una pretensión de guardia o custodia, este texto se domicilia justamente en el dorso, es decir, en la pérdida. Son narraciones breves de obras de otros artistas que Nicolás eligió mostrar solo de forma escritural, imágenes cosidas con un hilo transparente y firme. Cada imagen que se proyecta en nosotros es varias cosas: un documento, y una acción documental que reflexiona sobre el acto de documentar. Un cubo mágico que disloca cualquier voluntad apropiadora.
Si aquí se intenta pensar la pulsión de guardar aquello que consideramos de valor ¿qué más atinado que rasquetear ese síntoma en las imágenes? Incluir la falta, la carencia de las historias que se construyen, tal y como lo hace Nicolás, nos permite asumir la escritura como un lugar que –finalmente– aloje un riesgo. Una decisión escritural y epistémica, entonces. Porque en su texto las imágenes no están ahí sin más, piolas, historizando. Pero tampoco están dispersas, sino que trabajan. Compartimos con él esa mirada zigzagueante, y costurera.
Ese hilo es la forma que adopta su voz narrativa, cuyo origen no se distingue si es anterior a la selección de los casos que comparte, o aparece a partir de ellos. Es un doble movimiento el que realiza para traccionar a los documentos a superar su función de mojón histórico y convertirlos en un material flotante, aquello que se abre paso cuando no se intenta ofrecer efectividad. Así, selecciona y re-imagina ocho obras de artistas de diferentes épocas, recorridos y localizaciones. Todas están en un mismo plano de interés. Si lo que sigue fuera una imagen del archivo de Nicolás, veríamos sus carpetas desplegadas en el disco.
Por la vía más sencilla, Nicolás dice sobre su praxis: solo me interesa guardar lo que me parece importante. En el flujo incesante de documentos que él reúne, aparecen estas historias que comparte con nosotros. Cada una lleva por título la ubicación que ocupa en su computadora.
Emilia Casiva y Carla Barbero
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Documentos > [4] L > La colección > Digital > 3 > Acconci, Vito > Acconci parpadea
Es 1969. Alguien camina por la calle. Intenta no parpadear. Lleva una cámara en la mano enfocada hacia la dirección en que avanza, y cada vez que parpadea dispara una foto. El caminante es Vito Acconci y las fotografías, doce en total, conforman la pieza Blinks. La acción realizada por el artista es simple: se puede describir con pocas palabras, su ejecución no pudo haber requerido más que unos pocos minutos. Pero también es compleja: lo que las fotos muestran es, de manera muy aproximada, lo que los ojos de Acconci hubieran visto en los instantes en que no pudieron permanecer abiertos. En consecuencia, cada vez que Acconci parpadea, todos vemos.
Vemos unos autos, esquinas y edificios. Vemos un avance por una calle que dura esas doce imágenes (distribuidas en una grilla de tres filas por cuatro columnas). Entendemos que el procedimiento que expone Blinks solo es concebible a pequeña escala… Si alguien lo sostuviese prolongadamente, se transformaría en un generador de imágenes incapaces de contar algo más que el automatismo en que su autor ha caído. Pronto, al parpadear mirando sus fotos, comenzaría a tomar fotos de fotos –parpadeos dentro de parpadeos–. No veríamos.
La caminata de Acconci es, por lo tanto, corta. La cámara va lista para documentar la derrota de un esfuerzo físico. Pero se trata de una derrota ya establecida antes comenzar la contienda, sospechosa. Tenemos derecho a suponer que el artista busca acceder, con ella, a jugar un partido que le interesa más, en otra cancha.
(Acconci parpadea.)
En internet hay una nota de 2014 que se titula “¿Te imaginas tomar fotos con solo un parpadeo?”. Anuncia un próximo proyecto de Google: lentes de contacto que ayudarían a “navegar por los obstáculos cotidianos del mundo”, posibilitando tomar fotos sin usar las manos, gracias a una micro cámara y sensores atentos al movimiento de los ojos.
Cada vez es menos común que alguien vaya por la calle sin algún dispositivo que permita tomar una instantánea. Si fotografiar y parpadear llegan un día a ser acciones estrechamente asociadas, entonces nuestra lectura de Blinks será afectada. Si nos fijamos, ya ha cambiado –como tantas veces desde 1969–.
Documentos > [4] L > La colección > Digital > 1 > Fierro, Rodrigo > Todos los besos algún beso
Es que todo producto cultural nace de una coyuntura; luego, despliega trayectorias que lo exponen a luces encendidas por otras coyunturas, las cuales generan sus propias lecturas. Esos desplazamientos, sabemos, fueron multiplicados y acelerados por las posibilidades técnicas de reproducción. Libros referidos a ciertos objetos artísticos llegaron donde esos objetos aún no tienen intenciones de llegar. Y fue así, a través de reproducciones, como a muchos nos enseñaron la historia de un arte: la de óleos y mármoles encerrados en europeos museos o privadas colecciones.
Pero del mismo modo en que una traducción no es lo traducido, ningún documento es lo documentado.
Para la construcción de Uno y cien besos, Rodrigo Fierro descargó una pintura de diferentes sitios web y después imprimió en un mismo paño el material descargado. Al ver de una sola vez todas las imágenes, lo que resalta de inmediato son las diferencias cromáticas entre ellas. Fierro podría haber optado por otras pinturas para hacer su pequeña investigación, pero ha elegido Los amantes de Magritte. Recordamos. Los dos protagonistas de la tela tienen sus cabezas totalmente cubiertas por velos, pero eso no les impide besarse. (Tal vez por eso se besan). En la apropiación hecha por Fierro, los amantes dan una sensación de mayor fragilidad que los de Magritte, parecen tener más dudas, se besan más.
¿Pero cómo podemos saber –quienes nunca estuvimos frente a la pintura– cómo son en realidad esos amantes de Magritte? Paradójicamente, esta pregunta clave es baladí. Al margen de lo que “realidad” haya significado para el pintor belga, se equivoca quien juzgue, entre las doce descargas de la web, una verdadera frente a once falsas. Ninguna de esas imágenes digitales puede ser como el óleo sobre tela, de 54,2 x 73 cm, que tiene determinado olor y textura, etcétera. Es probable que alguna pueda consagrarse como más fidedigna, y sin embargo todas son igualmente válidas. Todas hacen que la pintura exista más allá de su alcance físico, le permiten vincularse con elementos pertenecientes a otros contextos, la mantienen con vida.
Quizás sea improductivo fotografiar esa impresión enmarcada, 35 x 45 cm, que es Uno y cien besos. El documento digital que generó la impresión, cumple la misma función que la fotografía de un cuadro al óleo. Los sitios web de los cuales Fierro descargó las imágenes, son otro documento de la obra de Fierro. Es posible seguir desandando el camino y llegar a creer que Los amantes de Magritte es un registro de Uno y cien besos.
Documentos > [4] L > La colección > Digital > 3 > Muniz, Vik > Doble de cuerpo
Igualmente, enormes multitudes siguen yendo a ver los supuestos originales de los que una historia habla. A los museos de mayor renombre se trasladó Vik Muniz, interesado, claro, en las obras que él también había conocido a través de libros. Aunque su interés tenía una particularidad: allí donde muchos instalaron sus atriles para copiar en directo a los “grandes maestros”, él se puso a fotografiar el reverso de las pinturas. Seis años después, no conforme con las fotos, y con ayuda de artesanos y maquinaria casi en desuso, comenzó a construir réplicas de lo que había fotografiado: los marcos con todos sus clavos y agujeritos, la tela y cada mancha, cada etiqueta y cada sello.
Verso, la serie resultante, la conocí en internet, ya que no en libros como esos que me acercaron a Picasso, Van Gogh, da Vinci, Vermeer, Rembrandt –a quienes, por otra parte, se puede intuir ausentes del reverso de las réplicas, o apenas mencionados en el título de certificados que validan esas copias como auténticas–. Las fotos que están en la web registran las réplicas, aunque bien podrían ser las fotos que Muniz tomó de la espalda de los cuadros famosos, previas a las construcciones. ¿Esto importa? ¿Importa si son fotos de una cosa o de otra? No: si el relato nos interesa, las fotos serán lo que ese relato diga.
En cualquier caso, podemos agregarle capas al relato. Por ejemplo, imaginar que los reversos de los Picasso, Van Gogh, da Vinci, Vermeer, Renoir, ya están mutando de un modo diferente a los anversos de Muniz. ¿Qué pasará cuando modelo y réplica, expuestos a distintos factores, dejen de ser idénticos? En las notas y entrevistas a las que accedo, no encuentro respuesta. ¿Será que el brasilero no contempló eso?
Él, a cambio, ofrece una definición de lo que es el reverso de un cuadro (“una especie de pasaporte que nos enseña cada momento importante de la obra, como en qué museos ha sido expuesta”), cuenta que le gustaría trabajar a partir de cuadros de Goya (“quizás aunque La maja desnuda y La maja vestida se parecen por delante son totalmente diferentes por la parte de atrás”). Puede que sepa que ha creado algo monstruoso y lo esté diciendo veladamente. Quizás está trabajando, en secreto, en el reverso del retrato de Dorian Gray.
Documentos > [4] L > La colección > Digital > 1 > Cabeza, Andrés > Los textos
1- OBRA IMAGINARIA: Una y tres sillas, de Joseph Kosuth. Arriba de ese tríptico, a la izquierda, una fotografía en tamaño natural de Una y tres sillas. A la misma altura que esa fotografía, e impresa en un papel de similares dimensiones, pero ubicada del lado derecho, la siguiente nota de Andrés Cabeza: “Esta obra –o su reproducción– inquieta porque parece inagotable. Un solo ejemplo: no he visto nunca la versión original; solo conozco fotografías o comentarios; pero si las tres sillas son una, todas las fotografías de la obra de Kosuth son parte de esa obra: con cada nueva reproducción crece, como una colonia. Estas palabras –y quien las lee– son cómplices de esa propagación, de ese caos”.
Luego, aún más arriba y más a la izquierda, se incorpora una fotografía de todos los elementos anteriores, impresa en tamaño natural. A esa misma altura, pero del lado derecho y esta vez impresa en un papel de mayores dimensiones (similares a las de la fotografía recién agregada), lo que se incorpora es otra impresión del texto de Cabeza (el cuerpo de la tipografía crece en la misma proporción).
Y así, sucesivamente, sobre la diagonal que asciende hacia la izquierda, se suma una fotografía de todos los elementos que hasta ese momento componen el conjunto (cada una de las cuales duplica el número de sillas), y sobre la diagonal que asciende hacia la derecha, el texto se agiganta.
Esto continúa ad infinitum. O hasta que una de las sillas se rompe.
2- Si alguien ha escrito pequeños textos que describen obras imaginarias, esos textos son documentos de lo que existe en otra escala, en otro tiempo, nítido y lejano, igual que en un sueño.
3- Pero si no podemos acceder a esos textos, no nos quedará más –ni menos– que imaginarlos.
Documentos > [4] L > La colección > Digital > 3 > Orozco, Gabriel > Aleph borgeano al fondo de caverna platónica
De fondo, el mastodóntico perfil de Manhattan. Y en primer plano –sobre un charquito– un perfil similar, pero a escala reducida: rascacielos que apenas se elevan del suelo, construidos con retazos de maderas y otros desechos que se sugieren encontrados en la zona o inmediaciones. Isla dentro de la isla es una foto de Gabriel Orozco capaz de evocar una historia que Ricardo Piglia contó más de una vez. En esa historia, un fotógrafo que dice llamarse Russell esconde una réplica de Buenos Aires en el altillo de su casa. “No es un mapa, ni una maqueta, es una máquina sinóptica; toda la ciudad está ahí, concentrada en sí misma, reducida a su esencia”, dice Piglia y luego agrega: “Russell cree que la ciudad real depende de su réplica y por eso está loco. Mejor dicho, por eso no es un simple fotógrafo. Ha alterado las relaciones de representación, de modo que la ciudad real es la que esconde en su casa y la otra es solo un espejismo o un recuerdo”.
En el obrar de Orozco, fotografía y escultura suelen colaborar. Vemos su acumulación escultórica –su Minimanhattan– a través de la foto, del mismo modo que conocemos la pequeña Buenos Aires de Russell porque éste le ha permitido a Piglia verla y contar lo que vio. En el primer caso, la fotografía nos da acceso a lo efímero; en el segundo, el relato, a lo escondido.
Acaso mínimos fragmentos siempre contienen al todo, y una ciudad pueda ser construida un sinnúmero de veces con cada puñado de sus detritus. Pero ¿cómo en algo puede estar lo que no está? ¿Y qué hacer con la presencia de lo ausente? Estas preguntas son ineludibles para la documentación. Son ineludibles para el arte. Lo son, también, para la vida. Para toda la vida y cada una de sus partes.
Documentos > [4] L > La colección > Digital > 2 > Chaile, Gabriel > Como un rulo en el tiempo y el espacio
Nada vuelve como era.
En épocas analógicas, Gabriel Chaile, niño, necesitaba una foto carnet para tramitar su abono de transporte. Haciendo uso de los recursos a su disposición, cortó una foto que tenía, una en que su maestra de entonces lo abraza delante de una típica escenografía de acto escolar. El niño le extrajo el sector central, una superficie símil 4 x 4 cm sobre la que estaba representada su cabeza.
Esa es la breve historia de dos documentos que tuvieron una parte en común, la cual se desplazó de uno de ellos al otro, y que por eso nunca estuvieron activos simultáneamente. La funcionalidad del abono averió la funcionalidad del registro fotográfico tomado en la escuela.
Años después –ya adulto, ya artista– Chaile devolvió el cuadrado a su lugar original, ahí donde había quedado el vacío. Las extensiones se ajustaron a la perfección, pero algo no terminó de integrarse: los colores de una y otra parte desarmonizaban. En el reencuentro se hacía notorio que la ex foto carnet, por el uso del abono, había virado su tonalidad hacia el amarillo en mucho mayor grado que el rectángulo que ahora la circundaba. Y además, una porción del sello de la empresa de transporte había quedado estampada al lado de la cara del niño, reforzando la anomalía del conjunto restablecido.
Esta otra es la historia de una pieza artística, una a la que Chaile no bautizó y que no logró recomponer el registro fotográfico inicial. Sin título, más bien, se transformó en un tercer documento, el que mejor relata en definitiva lo que sucedió entre dos documentos –aquella foto y aquel abono de transporte– que ahora existen en forma de relato.
Documentos > [4] L > La colección > Digital > 3 > Floyer, Ceal > Lista
Una tarde –es junio, es martes, es el año 2009, es el día nueve– una persona va al supermercado. Recorre las góndolas, selecciona lo que va a comprar, se dirige a las cajas, abona en efectivo, recibe el vuelto. Y recibe –son las 17:53– el ticket, que poco más tarde habrá sido intercambiado por una suma cientos de veces superior a la que indica su importe, y habrá pasado a exhibirse en la pared de un museo.
Es que Monochrome Till Receipt (White) se presenta en forma de ticket, no diferente de tantos otros que expiden a diario las cajas de supermercados. Sin embargo, tras el examen de los detalles, este ticket deja de ser común: el criterio de selección de los productos no es, principalmente, como sería lógico, la satisfacción de determinadas necesidades alimentarias, de vestimenta o de higiene. Parece que sí, pero no. Crema para manos, leche, azúcar, arroz, harina, sal, algodón, muzzarella, etcétera: todos los elementos que componen la lista –cuarenta y nueve– son blancos. Ceal Floyer ha comprado productos como Giorgio Morandi preparaba su paleta de pintura.
El ticket, evidencia física de un evento rutinario, se convierte así en preciso documento de una acción estética. Adquirido por la Tate Modern, la rutina debe prolongarse: la extrema fragilidad del papelito expuesto a las luces del museo, exige que alguien regrese al supermercado cada cierto tiempo, con la misma lista de compras de Floyer, con el fin de “restaurar” el ticket desgastado.
María Negroni cita a Adam Gopnik refiriéndose a Joseph Cornell: “El suyo es un arte de la añoranza: prefería el boleto al viaje, la postal al lugar, el fragmento a la totalidad”. La Tate, sin duda, prefiere Monochrome Till Receipt (White) a los productos que periódicamente debe volver a comprar. Y el día en que los supermercados prescindan de la impresión de nuestros frecuentes y desechables tickets, el museo, con todo su poder, los añorará.
Documentos > [4] L > La colección > Digital > 1 > Burba, Luciano > Obra imaginaria perdida
Dibujo lineal de un fichero de mesa (con fichas en su interior), realizado con lápiz HB en el sector izquierdo de una ficha rayada. Con el mismo lápiz, en el lado opuesto, la siguiente anotación: “12 de abril de 2017. || Fichero de objetos perdidos, de Luciano Burba. || Fichero de mesa metálico, provisto de tres compartimentos: el primero para fichas que ya han sido rellenadas, el segundo para las que aún no, y el último con papeles de calcar cortados del mismo tamaño que las fichas (13 x 20 cm). || Cualquier persona que se encontraba con el fichero podía rellenar una o más fichas y también llevarse una copia de fichas rellenadas por otras personas, para lo cual disponía del papel de calcar y de una caja con lápices, fibras y gomas de borrar ubicada junto al fichero. || Había además un modelo de cómo completar las fichas. Ahí se indicaba en qué sector debía realizarse un dibujo del objeto que uno había perdido, y el sector donde debía anotarse la fecha de realización de la ficha, datos que aportaran información complementaria sobre el objeto y, si se conocían y recordaban, datos sobre las circunstancias de pérdida, robo u olvido. Todo eso en el anverso de la ficha. En el reverso iban los datos personales de quien completaba la ficha, algunos obligatorios y otros opcionales. || Una de las fichas la había completado yo, supongo que en 2008. (Había dibujado un reloj de pulsera sin malla.) || Luciano entregó el fichero (con su contenido) a unos artistas colombianos que vinieron a Córdoba y residieron durante unos días en Casa13. La idea era que, al volver a su país, lo hicieran circular. Desde que se fueron no se supo más nada. Ni de ellos ni del fichero.” En el reverso de la ficha, siempre con el HB, mi nombre y dirección de correo electrónico.
No sé dónde guardar la ficha que acabo de completar.
Tras un tiempo prudencial, decido perderla.
*Nicolás Balangero
*Nació en Córdoba en 1980, es artista, profesor en la Escuela Superior de Bellas Artes Figueroa Alcorta y editor en Casa Trece Ediciones.