Escaparate, por Rodrigo Fierro



Hace un tiempo, nos hacíamos una pregunta tan seria que se volvía broma: ¿cuándo empieza el arte contemporáneo en Córdoba? Este ensayo de Rodrigo Fierro es una versión mejorada de esa pregunta, primero porque no intenta responder, y aun así a su modo lo hace; y segundo porque sugiere que en toda pregunta el tiempo se conjuga con el lugar en una aleación preciosa, siempre particular.

La atención aguda de Rodrigo sobre sus pares, en este ensayo se amplifica cuando comienza a desplazarse hacia la atmósfera de los encuentros, la luz ambiente o las calles de un pueblo, para reescribir las historias que necesitamos contarnos, una y otra vez. Historias que enredan las flechas del tiempo.

Este es el quinto ensayo de una serie que se extiende en los años, y que va tomando forma como un zapato, mientras camina (y eso también es deformarse: tomar una forma distinta por obra y gracia del tiempo, y del movimiento).

Emilia Casiva y Carla Barbero

El escaparate

Es enorme, no basta con la vista para abarcarlo. Estando en su cercanía, la sensación física es temblorosa. Algo no alcanza.

Nos conocemos desde hace varios años, compartiendo el taller de fotografía experimental Manifiesto Alegría en su edición 2003[1]. Su despliegue siempre amoroso, sus abrazos de oso y sus reflexiones embebidas de humor. En su enormidad anida una revoltosa contaminación de disciplinas: arquitecto, dramaturgo y director de teatro, performer, fotógrafo y artista visual, todo desde una periferia concéntrica al núcleo de lo contemporáneo. Pero con la distancia propia del hombre de pueblo que recela de las grandes capitales, de los pomposos discursos, de los altares y las ceremonias propias de ese núcleo. A su lado el diálogo es nutrición, deleite, chispa, y uno siempre se siente pequeño. Su punto de vista –desde tan diferentes disciplinas– es curioso, no deja resquicio a la homogenización ni a los estereotipos. Un niño en un cuerpo de cincuenta y cuatro años y dos metros de altura. Pura sorpresa, frescura y generosidad.

Compartimos varios meses, en los que sus aportes al espacio de taller se hacían esperar. Su hacer fotográfico y aquellas reflexionantes humoradas.

Ninín vive en un pueblo a cincuenta kilómetros de la ciudad de Córdoba. La impronta inmigrante domina el escenario, como la fortísima avenida principal engalanada de monumentales plátanos. Las casas quintas que ocupan una o varias manzanas, rodean el casco histórico, a metros de la avenida. Una campiña europea en medio de la pampa. Se bebe grapa y vino patero, y sus salames y chacinados llevan el nombre del pueblo como marca registrada y símbolo de calidad. La Colonia, el vino la Caroyense, su restorán friuliano y el museo casa Copetti[2] . Una piccola Italia en pleno territorio criollo. Los autos, al rumear la majestuosa avenida de nueve kilómetros de largo y corona de plátanos, envejecen. Mínimo, los modelos 2010 se vuelven 1985. Las personas vivimos algo parecido. Se podría decir que por cada cuadra recorrida en el pueblo, se viaja uno o dos años hacia atrás. Y al alejarse de la avenida, el fenómeno se acentúa. He descendido a sótanos de casas de familia, luego de un par de tragos, y emergido en 1930. El efecto es irresistible.

Una vez fui a la Colonia como parte de un equipo de rodaje. La idea era filmar, y en mi caso, trabajar la cámara y la iluminación. Teníamos un plan. Arrancar el rodaje filmando una trilladora durante el alba, para luego aprovechar el día en escenas camperas de chacras varias. Cuando finalizamos la primera escena de trilla, los muchachos –los gringos tan enormes y monumentales como Ninín– voltearon un tacho de doscientos litros, dispusieron sus joyas de vino y salame sobre la mesa improvisada y dieron por finalizado el rodaje. Por más que intentamos revertir ese revés, a las cinco de la tarde arribamos derrumbados a un patio de quinta. Aljibe, pérgola, piso de tierra apisonada y una danza de flores risueñas. La casa, una impecable construcción de los años cuarenta, con su lustre original. En realidad, no es que estaba conservada la casa, o que la señora anfitriona de ochenta años mantuviera dentro de sí algo de su juventud. No. Tampoco es que nosotros nos sumergimos en otro tiempo. La señora y el vino blanco en su frescor y turbiedad exquisita, perlaron la tarde. La luz, en pana dorada entre los árboles, se volvió infilmable. Las flores coquetearon a la brisa y las palabras se fueron del habla. La señora no hizo otra cosa que explicarnos, con su silencio sonriente, que nuestro empeño en la tarea quedó antes de la avenida. Por más que creímos trabajar en la filmación todo ese día, sólo nos preparamos para desvanecer la vanidad, y así rendirnos a los pies de la dama y su patero jugo de uva. El tiempo estaba bajo sus pies, y nosotros rendidos.

Esos aires trae Ninín a la ciudad. No pierde a la señora de rodete y red en pelo, ni a los plátanos, ni al secreto de los sótanos. Y con esos mismos aires podría llegar hasta Londres por ejemplo, sin opacar su pueblitud. En la Colonia, el carnicero chacina, la familia atiende el local de ramos generales, hay señoras que tejen por las tardes, se cosecha fruta, el herrero repara pequeños arados de finca, y el zapatero luce sus cueros en el escaparate.

Torres

Pero el zapatero no es un personaje más del pueblo. Es el primer foráneo de su propio tiempo, o de su propio lugar. Ninín es Romanutti, y luego están Cachiaviglianni, Rossi, Copetti, etc. Pero el zapatero es Torres. Una isla de españolidad en medio del principado del Friuli.

En realidad, no tiene nada de raro ser extranjero en la propia tierra, ser un español entre los tanos. Pero don Torres, así como no es cualquier zapatero, tampoco es cualquier extranjero en su propio pago. Torres es considerado, o más bien generoso. Pero esto no lo describe ni en su curiosidad ni en su espíritu desafiante. Torres es particularmente sensible a su cosmos. A tal punto que decidió aprender en detalle el dialecto de sus paisanos de destino: el friulano. Torres, hijo de castizos, con el tiempo se volvió un referente para los jóvenes del pueblo acerca de los repliegues del viejo dialecto italiano. Las muchachas y muchachos curiosos de sus raíces lingüísticas no reparaban ni en los arreglos de zapatos de Torres, ni en su vidriera. La gracia residía en ingresar al local para conversar con el gallego que habla friuliano tan fluido –y algo raro–, como el abuelo propio. Pero su oficio estaba pulido a un punto laboriosamente inusual, como guiado por la misma inquietud que su lengua. Torres estudiaba los cueros, combinaba cordones especiales, realizaba plantillas a medida con pequeños grabados que aludían al cliente, todo de manera muy artesanal manteniendo una delicadeza de líneas y una combinación de materiales y texturas tan poco usuales, que parecían salidas de una revista de diseño de Milán.

Su universo visual, su modelo, se limitaba a la Colonia. Pero en la vidriera combinaba, por ejemplo, un trabajo a medio hacer, con sus hilos hilvanados y desplegando una pequeña madeja al lado de la pieza de cuero recién cortada. O el paño entero de cuero en bruto, sosteniendo el fino calzado de dama color guinda encima, y al lado, un gastado dedal dorado. Sus exhibiciones en la vidriera siempre tuvieron un aire algo impropio para zapatería, pero admitido como “curioso” en la Colonia. Torres.

Estas puestas no eran permanentes, pero se dejaban ver el suficiente tiempo como para opacarse en polvo. Una extraña convivencia de zapatos franciscanos y viejos mocasines de baile de abuelo, con modernas piezas náuticas o tacos al estilo, mas algún recorte de revista dominical incorporado como ilustración, generaban cierta incomodidad de expectativa. Quizá algo de esto también atraía a los jóvenes.

Ninín, por ese entonces estudiante avanzado de arquitectura en la ciudad –entre otras distracciones– comenzaba con sus primeras incursiones en el terreno de los oficios. Supervisar la reparación del sótano de chacinados en la quinta de Rossi, o encarar el arreglo de la fachada en el local familiar de ramos generales en la avenida. Y ya que estaba, se metió con algo serio: reestructurar la vidriera. Al ser un lugar de paso obligado para los peatones, esto generó un revuelo importante. La vidriera referente del principal ramos generales del pueblo fue modificada sin consulta previa. Había algunos coladores por ejemplo, que permanecían en su sitio desde el tiempo del abuelo de Ninín, o la vajilla de vidrio color caramelo –la misma que se compró para el casamiento de Torres– que también se exhibía desde el tiempo de las cosechas, aquellas cosechas.

La cuestión es que Ninín un día entró al negocio de Torres, un poco movido por su pie grande que no encontraba plantilla, otro poco para provocar algunas palabras en ese friulano españolizado, que aunque horrorizaba a su padres genuinamente friulanos de lengua, despertaba una mezcla de admiración y envidia en él. Una lengua de otro tiempo, hablada frente a su cara, por un foráneo en sentido doble: foráneo para Italia, y foráneo para la región que rodeaba a su Colonia. Un colono descolonizando por terquedad y pasión, un rincón del habla de ese espacio incierto entre el acá y allí, o entre el ahora y siempre.

Todo esto estaba procesando el gigante de pie, cuando Torres, motivado por el sismo en el ramos generales, le propuso remodelar su vidriera, su exhibición de zapatos, cueros, dedales e hilos de costura. El color del asombro en Ninín fue verde agua. Sus ojos gringos navegaron ese tono, esas olas, imaginando los marrones cuero, el guinda de los tacos altos, y el dorado de las chatitas flotando en su diseño. Todo, a lo largo de sus jóvenes dos metros de alto. Vértigo.

Torres, una vez más, apelando a su afición por la lengua y los idiomas se lo propuso hablando, no español, sino apelando al inglés de las revistas domingueras: “un restyling  del escaparate”.

Restyling

Fenólico o telgopor, engarces de hierro o tanza, pintura acrílica o cerámico, fueron algunas de las disquisiciones que atravesó el joven arquitecto. Y ligado a los materiales, el diseño de formas. Más moderno, clásico, contemporáneo de líneas puras y minimalista, o funcional. Pero todo, según venía estudiando, debía desprenderse de un concepto. Una idea inicial, un origen que aglutinara esa totalidad. El diálogo con Torres fue suspendido por un tiempo, y así lo prefería, hasta dar forma a una propuesta concreta que pudiera ser discutida, pero sobre todo entendida y compartida.

El verde agua sólo amenazó con verde esmeralda, hasta ahí nomás. Las demás piezas, tomaron las mil y una forma posibles. En las noches, desvelado, buscó la quintaesencia para el escaparate performático de los zapatos. En la ciudad o en el campo, puso todo su empeño en alumbrar esa vidriera. Un concepto, cerrado o abierto, con cordones o taco. De mujer u hombre, para niños.

Transcurrieron varias semanas, más de las previstas. Torres fue paciente. Veía tras el vidrio las visitas callejeras de Ninín mientras este tomaba nota o bocetaba desde la calle. Imaginaba cómo quedaría su escaparate.  A veces, hasta le ponía palabras en friulano. Pero jamás imaginó lo que finalmente vería: el proyecto tomaba como base numérica la cantidad de huesos del pie, para generar la misma cantidad de espacios con líneas levemente curvas, que se transformaban en rectas al llegar al vidrio o las paredes. Y una sucesión indescriptible de concavidades y convexidades que despertaba una atención hipnótica. Algo futurista junto con algo ancestral se daban cita. Una caverna del calzado design.

Para cuando estuvo listo, el color elegido finalmente fue el verde agua. Torres no tuvo en cuenta la iluminación, a la que el arquitecto ya con apetencias de fotógrafo había prestado particular atención. Durante el día, con luz suave, el conjunto se volvía un paisaje marino visto desde lo alto, donde cada zapato o trozo de cuero, era una carabela navegando por las aguas de la Colonia. Entrada la tarde, una grada esculpida de aventurina o apatista –piedras semipreciosas color verde agua–, se abría paso a la vista. Y durante la noche, bajo iluminación artificial, el conjunto cobraba la fuerza de un edificio con rasgos contemporáneo-constructivistas, con algunas formas inusualmente orgánicas. Con esta luz las piezas se intensificaban sin dejar de verse detalles al fondo, pero permitiendo una complicidad entre los tonos oscuros y algunos cueros. Otro tiempo, sombra y cuero.

El público de pueblo no es muy adepto a los cambios, y en pocos días se empezaron a repetir los comentarios –en español y en friulano– sobre el disparatado gesto de Torres y su complicidad con el más pequeño de los Romanutti. Una marea de dichos invadió las calles y zaguanes. Pero de a poco, los clientes volvieron tras sus pasos y comenzaron a apreciar con otros ojos sus deseados calzados, nuevos o recién reparados. Se percibían candentes, lustrosos, pero con la sabiduría del tiempo caminado. Jerarquizados pero para nada arrogantes. Algunos paseantes que perdían en algo las riendas de su andar, se quedaban aguados, detenidos frente al nuevo escaparate.

El imperio

Toda colonia se debe a su imperio, y aunque antiguamente para el Friuli fuera el Imperio Romano, y para la entonces actual Colonia Caroya lo sea este país, o para Torres el español, lo fuera su Colonia Italiana, Ninín aún no sabía cuál sería su imperio. Su curiosidad lo llevaba del pueblo a la ciudad, de estudiar arquitectura al teatro. Su rebeldía juvenil lo tenía inquieto. Pero en su fuero más profundo anhelaba algún imperio donde desafiarse, o quien dice afincarse, o rebelarse.

En ese entonces, fue cuando en un transparente informativo de su facultad, encontró un aviso de postulaciones a becas para realizar un posgrado en Bartlett School of Architecture, de la University College of London[3]. Esto vendría a ser para un arquitecto sediento de creatividad y formación “contemporánea”, algo así como La Meca. Desde aquel entonces y hasta hoy está considerada una de las escuelas de arquitectura más importantes del mundo. Ninín a pesar de ser el hermano menor, es el más grandote, y no se achicó. La aplicación era muy compleja, requería sustanciosos proyectos realizados previamente, fundamentaciones, y el desarrollo de un perfil de interés, para habitar ese codiciado y neblinoso campus.

El recién recibido hurgó en su memoria buscando proyectos previos en la carrera que le fueran útiles, pero no encontró ninguno de calidad suficiente. Pensó en proyectos imaginados que estuvieran en el tintero de su deseo, pero no bastaban para tremendo desafío. Se atemorizó, y el color de su miedo fue verde agua. Juntó coraje, y miró al escaparate con nuevos ojos. Con ojos de diseño, con ojos de proyecto, con ojos de maqueta para ser trabajada a gran escala, con ojos de investigación sobre el pie y la pisada, sobre el propio suelo y sobre el espíritu patero de su terruño.

Cuando recibió la carta de aceptación, la alegría no cabía en su cuerpo. Antes de partir, pasó a saludar a Torres. No encontraron palabras, ni en español, ni en friulano, ni balbuceando el inglés para referirse al restyling. Lo que estaba sucediendo no entraba en la experiencia. De la Colonia a Londres no hay vuelo directo pero Ninín se las arregló para llegar.

Un gringo hijo de inmigrantes friulanos nacido en la Colonia caroyense, antaño un territorio invadido por españoles, que recaló en Londres para realizar un posgrado en Arquitectura en una de las mecas de la contemporaneidad, aplicando con el disparate de un escaparate de zapatos construido para el gallego Torres, famoso por hablar friulano y pedir un restyling a su vidriera. La que terminaría en Londres.

Todo esto nos contó Ninín, al dar una charla en el CePIA durante la exposición en la que participáramos en el año 2003 con el taller Manifiesto Alegría, curada por la comisaria española Paloma Pomés [4]. En el marco de esa muestra, Ninín dio aquella charla sobre “Procesos de producción en Arte Contemporáneo y Curaduría”, y la tituló Desde la cabeza hasta los pies. Los participantes no cabíamos en nuestro asombro, la gran charla de Ninín no entró en la sala, y Paloma Pomés, por problemas de identidad en su pasaporte, no ingresó al país para poder presenciar ese momento.  Cada cual fue digiriendo esta historia, simultáneamente a su propio tiempo.

La visita

Varios años después, el que sí entró al país fue Peter Cook. Es el director de La Barlett School of Architecture, y lo era cuando Ninín recaló por allí. Se hicieron muy amigos. Peter siempre recordó con cariño y sorpresa el proyecto de los pies. Aquel desarrollo espacial y poético, que partiendo del cuerpo humano llegaba a una fina elaboración de sentido antropológico del hombre sobre su terruño, el “lugar propio”, el pie como punto de contacto y frontera entre hombre y la tierra. De alguna manera, Peter siempre se quedó pensando que en ese contacto reside todo el origen de la arquitectura. Cómo dar forma a esa tierra, a ese suelo-hábitat para cobijar al sujeto, o a su sostén. Por ello, el calzado vendría a ser la arquitectura en su mínima expresión, el primer pequeño objeto de ese arte. Ninín, en las presentaciones de su proyecto durante las clases de Peter y otros colegas, nunca mencionó a Torres. Pero una evening, en el Irish Pub más cercano al campus, las cervezas soltaron las lenguas, y la conversación se espumó. Torres, el gallego que habla friulano, sus vitrinas, pero sobre todo Torres, el realizador de instalaciones visionarias en el pueblo, y el arquitecto del calzado, encandilaron a Peter.

Con el transcurso de los años, Ninín escribe y dirige  teatro con el grupo de la Colonia Fra Noi , participa en exposiciones de fotografía y artes visuales, y dicta clases de Arquitectura en tres universidades [5]. Desde su tarea docente invitó a Peter, quien con la excusa de una master class y un seminario, podría acercarse a la Colonia y ver con sus propios ojos el escaparate, y escuchar con sus propios oídos a Torres hablar en friulano sobre su amor al calzado. Y el salame, el vino, y la grapa.

A media mañana de un día, llegaron ambos al pueblo. Entraron por la avenida de plátanos un trecho, luego dos cuadras adentro. Para ese entonces, Peter ya sentía en su cuerpo el efecto del tiempo. Estamos en 2013, pero olfateaba unos quince años antes. La zapatería es esquina, la puerta sobre el norte, y la vitrina principal mira al oeste. Por la mañana, luz de sombra suave, la que deja ver el escaparate verde agua como un mar, donde los zapatos y los cueros flotan como carabelas navegando las aguas, allende el imperio.

Torres estaba sentado al sol. Al girar hacia la vidriera en sombra, Peter y Ninín no encontraron color para el asombro. La última remodelación era de hacía año y medio, y la había realizado una sobrina del zapatero, estudiante de diseño. Peter necesitó una grapa para pasar el trago. Torres se sentía muy halagado por la visita, y para salir del paso, buscó alguna foto vieja tomada de aquella aventura. La imagen desvaída, de la época de los rollos, era la misma que Peter había visto años antes en Londres, en el proyecto de 1998. Ahora, entonces.

Ninín había remodelado la vidriera en 1997 para viajar al año siguiente. Durante 2003 dio la charla en el CePIA que nos dejó pensando. Diez años después invitó a Peter a Córdoba, con quien tropezamos en su memoria. Entonces, ahora.

¿Cuándo comenzó este propio tiempo?

                                                                                               *Rodrigo Fierro

* Trabaja en artes visuales desde la fotografía, y como realizador audiovisual. En algunos proyectos conjuga fotografía y escritura. Es Licenciado en Cine y Tv, y realiza estudios y talleres en fotografía. Participa en variadas muestras desde 1992 a la fecha, en Argentina, Uruguay y Paraguay.



[1] Taller de fotografía experimental, coordinado junto con Gabriel Orge.

[2] Museo de la Friulanidad, Casa Copetti, Colonia Caroya.

[3] Bartlett School of Architecture, University College of London: Escuela de arquitectura de Londres, de fuerte impronta en desarrollo de proyectos creativos. Es considerada una de las mejores academias de Arquitectura en el mundo.

[4] Muestra grupal de cierre del taller en su edición 2003, en Cepia (Centro de Producción e Investigación en Artes, Facultad de Artes, Universidad Nacional de Córdoba).  Paloma Pomés fue la curadora, y el eje de la exposición abordó la problemática de la curaduría.

[5] El Grupo de Teatro Fra Noi, creado en el año 1983, fue dirigido por Coco Santillán (desde 1983 a 1986), Roberto Videla (desde 1986 a 1996) y Ninín (Alejandro Romanutti) desde 1996 hasta hoy. Alejandro, Magister en Arquitectura, es docente de Arquitectura en la Universidad Nacional de Córdoba, en la Universidad Bas Pascal, y en la Universidad Católica de Córdoba.

Serie Ensayos – Nro 5 – Noviembre 2021
Publicaciones Unidad Básica
ISSN 2545-6407
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